Para comenzar el Año Nuevo con buen pie, les comparto un texto que he escrito para un Concurso de Relatos Históricos de Wattapad.
Es un Spin Off de mi novela Engendrando el Amanecer desarrollando uno de los personajes secundarios. No es homoerótica pero toca el tema de la intolerancia y la homofobia.
Sinopsis
A finales de 1793, François
Aumary, revolucionario miembro del Comité para la Salvación Pública, descubre
que el hermano de un viejo amigo está destinado a la guillotina.
Los recuerdos lo acosan. Los amigos que
abandonó, la mujer que amó, la utopía que dejó atrás...
Todo vuelve abriendo viejas
heridas. La sombra del joven que fue, viene a buscarlo para hacerle enfrentar
la verdad que ha evadido por veinte años.
Espero que te guste y no olvides comentar.
Joseph de Gaucourt. Aquel nombre fue como un viento fresco que levanta las
hojas secas del camino para volver a dejarlas caer. Todo queda igual, pero a la
vez todo cambia. Sus recuerdos aparecieron ante sus ojos por un instante, y
regresaron al silencio.
Aquel nombre, no había duda, pertenecía al hermano mayor de Maurice, su viejo amigo. François lanzó un suspiró cansado, y tomó la hoja que Robespierre dejó sobre la mesa al finalizar la reunión del Comité de Salvación Pública. La columna de nombres, escritos con firmeza y rapidez, pronto se transformaría en una procesión macabra ante la guillotina.
Aquel nombre, no había duda, pertenecía al hermano mayor de Maurice, su viejo amigo. François lanzó un suspiró cansado, y tomó la hoja que Robespierre dejó sobre la mesa al finalizar la reunión del Comité de Salvación Pública. La columna de nombres, escritos con firmeza y rapidez, pronto se transformaría en una procesión macabra ante la guillotina.
Que el nombre de Joseph de Gaucourt estuviera ahí, significaba que aquel hombre desaparecería de este mundo en una de las, ya muy numerosas, purgas que el Comité celebraba para salvar la Revolución. ¿Y qué importaba si terminaba en la guillotina? Se preguntó François mientras ponía en orden todos los papeles que dejaron a su cuidado.
Se le había encargado ser portavoz del Comité ante la Asamblea Nacional, junto con Bertrand Barère de Vieuzac. Por supuesto que cosas como la “lista secreta de revolucionarios enemigos de Robespierre”, no iban a ser anunciadas desde el pulpito. Lo que debían hacer era acusar a todos aquellos girondinos y hébertistas que quedaban en la lista de cualquier cosa que sonara a contrarevolucionario.
En el caso de Joseph, quien era cercano a los girondinos, bastaba con
mencionar que se había opuesto a la muerte de los reyes unas semanas atrás, o
que había nacido como un miembro de la Alta Nobleza. No era su problema que el
antiguo marqués de Gaucourt se hubiera convertido en una molestia para sus
compañeros. Su amistad con Maurice se había roto más de veinte años
atrás. Suficiente tiempo para que caducaran las fidelidades y las simpatías.
Sin embargo, la capa de polvo e indiferencia, con la que cubrió aquella
época de su vida durante tanto tiempo, había sido removida por ese nombre en la
lista de la muerte. Ahora todo volvía y le aguijoneaba. El joven que fue dos
décadas atrás, venía a visitarle como un fantasma acusador.
El joven François Aumary, que había llegado a París desde Arras para
estudiar leyes en la Sorbona, volvía a aparecer ante él. Su padre era un simple
notario y lo que le enviaba no alcanzaba para sobrevivir, así que trabajó en
todo lo que pudo y logró salir adelante. Tuvo la fortuna de hacer buenos
amigos, como Etienne Merchant, con los que pasó días llenos de alegre
camaradería.
Qué feliz era en esa época, que feliz e ignorante. Ajeno a todo lo que
escondía la gloriosa París, todo por lo que ahora era un revolucionario y uno
de los abanderados del Terror, ese mal necesario que estaba cobrando tantas
vidas y del que cada día se sentía menos convencido.
¿Qué hubiera dicho el François de veinte años si alguien le hubiera
dicho que vería caer la cabeza de Luis XVI y María Antonieta? Seguramente se
hubiera negado a creerlo. Recordaba cuánto lo había deslumbrado el Palacio de
Versalles cuando lo visitó en 1769. Un pobre don nadie como él podía recorrer
los fastuoso jardines si alquilaba un sombrero en la entrada, gracias a
que los Luises siempre habían gustado de exhibir su grandeza ante sus lacayos.
Su primera visita a Versalles era un recuerdo que le hacía sonreír. Le
venían a la memoria sus vanos intentos por no parecer lo que realmente era: un
joven provinciano que no tenía idea ni maneras para codearse con la alta
nobleza. Tanto inclinar la cabeza para hacer reverencias a cuanto vestido
fastuoso encontraba, le llevó a perderse en aquellos extensos jardines.
Ya estaba imaginando las burlas que sus amigos le dedicarían una vez que
regresara a París, cuando vio a dos jóvenes que se acercaban sonrientes.
No dudó que fueran residentes de Versalles pues vestían como reyes. Sus rostros
afables le hicieron tener confianza y se atrevió a hablarles. Aquellos eran
Maurice de Gaucourt y Vassili Du Croisés. Ambos segundos hijos de marqueses,
amigos inseparables y cada uno dotado de una belleza e inteligencia que los
hacía difíciles de olvidar.
Maurice era en ese tiempo de corta estatura, con una melena roja y un
hermoso rostro. Sus ojos verdes cambiaban caprichosamente a dorado. Sus
maneras, nada afectadas, desentonaban con el estilo de Versalles. Solía hablar
muy fuerte cuando se emocionaba y con palabras precisas, tan distinto al
constante serpenteó de la nobleza. Poseía una sonrisa que aliviaba hasta el
mayor de los cansancios, y bastaba hablar con él unos minutos para saber que se
estaba ante una de las mentes más brillantes que había alumbrado la
ilustración. Ese era Maurice, un huracán de inquietud intelectual, alegría y
voluntad.
Vassili, en cambio, era la calma. Una brisa fresca y reconfortante. El
equilibrio que a Maurice le faltaba. Sus gestos y palabras siempre fueron de
exquisita amabilidad. Cada cosa que decía parecía un monumento al sentido
común. Era un hombre que veía siempre más allá y más profundo. François solía
bromear y atribuir esta cualidad a la gran altura de Vassili, porque a nadie
dejaba indiferente su espigada y elegante figura. Como tampoco pasaban
desapercibidos sus cabellos rubios perfectamente peinados, sus ojos grises e
inquisitivos y su rostro donde la belleza y la sencillez parecían fundirse. Dio
por sentado que aquellos dos debían tener a las damas de Versalles danzando a
su alrededor.
Esto no acomplejó a François. El espejo siempre le había devuelto la imagen
de un joven atractivo, con ojos azules, buena estatura y el cabello castaño
oscuro. Su nariz perfecta y larga también le enorgullecía. Solía decir que
tenía buen olfato para las personas y así fue en aquella ocasión, hizo dos
amigos excepcionales.
Aunque sería más correcto decir “tres” amigos, pues pronto se les
unió el primo de Maurice, Raffaele, hijo del famoso Duque de Alençon; la
persona más entusiasta, mandamás y simpática que conoció en su vida. Poseedor
también de un gran atractivo, con cabellos y ojos negros, y la estatura
de un coloso. Fue él quien se ofreció a llevarlo en su carruaje a París.
Una vez en la ciudad, François les guio hasta la Fonda Corinto donde
conocieron a sus compañeros de la Sorbona. Aquel día comenzó una asociación que
desafiaba la estructura de la sociedad francesa: Hijos de obreros, campesinos y
simples funcionarios, comiendo y riendo codo a codo con hijos de
marqueses y duques, tratándose entre ellos como si todos fueran iguales.
François sonrió de nuevo mientras se calzaba el sombrero y revisaba que su
lazo tricolor estuviera adecuadamente colocado en su casaca, para después salir
a la calle. Qué distinto era su aspecto dos décadas atrás, ahora tenía el
cabello lleno de hilos blancos, un traje negro y la expresión grave en el rostro.
Del joven que fue, sólo quedaban los ojos azules y el deseo de cambiar el
mundo.
En ese deseo lo acompañó Maurice, por eso se entendió mejor con él que con
sus mismos compañeros de la Universiad. A sus veintiséis años, el joven de
Gaucourt había hecho más de lo que se podía esperar en una vida: Había
desafiado a su padre y cruzado el océano como misionero jesuita para
vivir en una Reducción de indios Guaraníes, en un lugar llamado El
Paraguay.
Maurice le narró como los Jesuitas habían creado especie de República en la
que los Guaraníes podían vivir con dignidad, gozando del derecho a poseer
tierra propia y vivir de su cultivo. Con jornadas de trabajo de seis horas,
supervisados por líderes de su propia raza que elegían de acuerdo a su virtud.
También crearon un sistema para evitar la pobreza de los desvalidos.
Destinaron una parte de la tierra para los ancianos, niños, enfermos y mujeres
que no tuvieran familiares que les ayudaran. Todos los varones adultos debían
encargarse de cultivar esta tierra por turnos. Luego los frutos se distribuían
entre los necesitados, de manera que no había desigualdad ni pobreza entre los
guaraníes.
Esta empresa única en la que la prosperidad era para todos, fue
cortada cuando Carlos III expulsó a los Jesuitas de todos los territorios
españoles, en el que estaba incluido El Paraguay. Maurice fue deportado y
encerrado en una prisión española, junto a cientos de sus compañeros, como si
fuera un criminal. Le esperaba el destierro en tierras pontificias, pero su
tío, el Duque de Alençon, tenía aliados en la corte española y logró
liberarlo para llevarlo de vuelta con su familia, en Francia.
Para el momento en que François le conoció, Maurice tenía un futuro
incierto. Su salud, debilitada por su paso por la prisión, y su familia
no le permitían volver a la Compañía de Jesús como él deseaba. Para colmo, la
Orden misma estaba proscrita en los territorios de los reinos de
Portugal, Francia y España, sus miembros se apilaban como cargas inútiles
en los territorios del Papa y Carlos III había iniciado una cruzada para
conseguir que le Sumo Pontífice la eliminara por completo.
Toda esta situación, unida al rechazo que Maurice experimentaba en
Versalles, era suficiente para hacer que alguien se rindiera y se hundiera en
lamentaciones. Pero su amigo era indoblegable. Incluso cuando se hizo
patente que no podría nunca volver a vivir su sueño misionero, comenzó a
crear una Reducción en los márgenes de la ciudad, en un lugar desolado llamado
la calle San Gabriel.
—Qué locura… —murmuró François mientras sentía el frío de la noche
parisina golpearle el rostro.
A su lado se colocaron dos hombres con aspecto de obreros. Ciudadanos
que compartían los ideales de Robespierre y que le servían de escolta.
Después de haber pasado por la guillotina unos días atrás, a muchos hébertistas
y girondinos, abundaban los enemigos que se agazapaban en las sombras esperando
la oportunidad de vengarse del Comité.
Mientras caminaba hacia su casa, rememoró lo que sentía en su juventud cada
vez que visitaba la calle San Gabriel. Aquel rincón remoto de París había
nacido sin permiso ni previsión de nadie. Apenas si gozaba de una fuente de
agua y, como en casi toda la ciudad, las heces corrían libremente por las
calles en todas las estaciones del año. Las únicas edificaciones decentes
le pertenecían a un panadero, un sastre y un médico venido a menos. Existía una
pequeña iglesia en ruinas, vestigio del pasado rural de la zona y testigo del
crecimiento inmisericorde de la urbe que devoraba todo a su alrededor.
Cada dos metros se podía tropezar con un pilluelo dispuesto a registrar tus
bolsillos, un borracho que sonreía como idiota o una prostituta sin dientes.
Todos los infelices de París iban a parar a esa calle, junto con muchos
incautos que se aventuraban a dejar sus pueblos para vivir en la ciudad.
A ese lugar sin esperanza fue a dar Maurice por una casualidad, un día en
que necesitó un médico y él suyo no estaba disponible. En ese lugar echó raíces
y comenzó a gastar su dinero, no precisamente en limosnas sino en reconstruir
la Iglesia, agregarle una escuela y edificar un hospital. Allí buscó cosechar
lo mismo que en el Paraguay, una república en la que la prosperidad alcanzara a
todos.
Al principio nadie confiaba en él. Sólo el doctor Charles de Armagnac
le abrió las puertas de su casa y lo recibió como aprendiz. Pero hasta el buen
doctor pensaba que Maurice estaba matando el tiempo, buscándose un
entretenimiento más para su aburrida y parasitaria vida como noble.
Cuando la Iglesia y la escuela estuvieron terminadas, empezaron a tomárselo en
serio.
Maurice se empeñó en conseguir maestros que aceptaran a pilluelos entre sus
alumnos. A nadie le apetecía entenderse con esos malhablados y sagaces niños
con almas de ancianos maliciosos, no importaba la paga que ofreciera. Y
él no deseaba cualquier maestro para sus “pequeños compañeros”,
como les llamaba desde que aquellos hijos de la calle lo adoptaron como
miembro de su exclusiva sociedad.
Así fue como François, Etienne y varios estudiantes de la Sorbona
terminaron siendo abordados por un apasionado Maurice. No le costó mucho
enamorarlos de su proyecto, bastó con decirles que podían poner en práctica las
ideas de Jean-Jacques Rousseau para que terminaran de cabeza en un salón de
clase, rodeados de los hijos del panadero, los nietos del sastre y todos los
pilluelos.
Las cosas marchaban a duras penas cuando apareció Joseph de Gaucourt, como
un sufrido hermano mayor queriendo hacer entrar en razón a Maurice. El gasto de
dinero le parecía excesivo y el proyecto una quimera. Muy a su pesar, los
argumentos de su hermano menor lograron convencerlo y terminó colaborando,
junto con Vassili, Raffaele y un primo español de Maurice, llamado Miguel.
Joseph fue, de hecho, quien le dio realismo a los sueños de Maurice,
instándole a enseñar un oficio a aquellas gentes y contratando a muchos de
ellos como obreros para sus campos. Como era quien pagaba la mayoría de las
cuentas, todos en la calle San Gabriel lo consideraban su benefactor y él
siguió ayudándolos incluso después de que Maurice abandonó Francia.
Esto, junto con la renuncia a su título, ayudó mucho a que Joseph ganara la
fama de ser “el padre de los pobres” y terminara elegido como
diputado por el Tercer Estado. François lo recordaba como un hombre muy serio,
que escuchaba siempre a su hermano en silencio hasta que este decía todo lo que
tenía que decir, para luego rebatir o apoyar sus argumentos con perfecta calma.
Siempre le dio la impresión de poseer una calculada frialdad, por lo que le
sorprendió cuando, unos diez años atrás, supo que había renunciado a su título
a favor de su hijo mayor, para abandonar a su esposa y empezar a vivir
con una mujer burguesa muy liberal.
La gente no dejó de quererlo a pesar de esto, quizá incluso su popularidad
aumentó. Ahora esa popularidad lo iba a llevar a la guillotina porque
Robespierre le temía tanto como a Danton. Así funcionaban las Revoluciones, los
que se habían unido al principio terminaban enemigos por alguna torcedura del
destino, pues hasta unas semanas atrás Joseph y Danton habían apoyado a
Robespierre y ahora resultaban una amenaza al promover la abolición del Comité.
François se preguntó si también su nombre podía un día terminar en la lista
de la muerte. Coincidía con muchos que el Terror estaba resultando excesivo. La
manera como Jean-Marie Collot, fiero miembro del Comité, había reprimido una
revuelta en Lyon unos días atrás le había escandalizado. Pero no podía
quejarse, nadie podía. El Comité, encabezado por Robespierre y Saint-Just,
tenía la vida de cada francés en su mano y no dudaba en sacrificarlos para
salvar a la Revolución.
Al llegar a su casa, se despidió de sus acompañantes. En el interior no lo
esperaba nadie porque François era todavía soltero y sus padres continuaban en
Arras. Se cambió de ropa y preparó una frugal cena que comió sin ganas. No
podía sacar de su cabeza la imagen de aquel nombre en el fatídico papel. El
hermano de Maurice iba a terminar guillotinado esa semana. No hacían falta
cargos, ni juicio justo, en eso consistía el Terror.
Podía en cierta forma considerar aquello una venganza. Sí, podía acostarse
esa noche pensando que al fin tenía oportunidad de ajustar cuentas con Maurice
por haberle robado el corazón de la única mujer que amó y que aún amaba. Pero
aquello era una falacia, Joseph no era Maurice y Maurice no le había robado
nada. Fue Marie-Angélique quien le entregó su corazón sin él pedírselo.
Al principio las cosas en la calle San Gabriel fueron idílicas. François
sentía que las ideas de Rousseau se materializaban ante sus ojos gracias a
Maurice. Admiraba ciegamente su amigo, lo consideraba el hombre ideal de la
ilustración obviando el hecho de que todo lo que éste hacía tenía una
motivación religiosa. Las cosas cambiaron entre François y Maurice cuando
este último trajo a San Gabriel a dos de sirvientas del palacio de los Alençon,
Marie-Angélique y Evangeline. Las dos eran muy bonitas, pero mientras la
primera era la dulzura personificada, la otra siempre lucía distante.
A François le bastaron unos días para enamorarse perdidamente de
Marie-Angélique. Su corazón se desbocó, padeció la más grande felicidad: amar
con todo su ser a una joven en la que sólo veía virtud. Para más alegría, debía
trabajar con ella en la escuela porque Maurice instruyó a las doncellas para
que también fueran maestras de sus pilluelos.
Las dos mostraban una inteligencia muy despierta y eran dignas
rivales para él y su amigo Etienne. Este incluso se enamoró de Evangeline luego
de una discusión sobre el Contrato Social de Rousseau. Aquellas mujeres eran la
obra maestra de Maurice, quien en cuestión de meses las había llevado de una
ignorancia sumisa a una especie de autonomía llena de inquietud intelectual.
Desgraciadamente, durante un viaje que realizó Maurice, las chicas fueron
despedidas del palacio de los Alençon por la jefa de los sirvientes, quien les
tenía una clara animadversión. Las dos fueron a refugiarse en casa de un amigo
de Maurice, el Doctor Claudie Daladier. François conocía bien a aquel hombre
porque solía ayudar al doctor Charles en la calle San Gabriel.
Era un joven excéntrico que se tomaba muchas libertades con
Marie-Angélique. Los celos comenzaron a atenazar a François, Claudie era un
rival terrible por ser hijo de un noble y, aunque no poseía una gran fortuna,
podía darle a cualquier mujer una vida llena de comodidades.
Cuando Maurice regresó y quiso poner orden en su casa, las jóvenes ya no
deseaban volver al palacio, querían algo más. Al final Evangeline contrajo
matrimonio con Etienne y se encargó de crear un hogar para los pilluelos.
Marie-Angélique siguió viviendo con el doctor, en calidad de aprendiz.
Antes semejante situación, François se atrevió a confesar sus
sentimientos para no perder a la mujer que amaba. Ella le dio una gran
sorpresa, no estaba interesada en el doctor, a quien veía como un amigo. En
cambio, estaba completamente enamorada de Maurice.
Recordó cómo se sintió al saber todo aquello. Aún le dolía el corazón a
pesar del paso de los años. Aunque ahora comprendía lo irracional que había
sido al sentirse traicionado por su amigo y tornar contra él toda su
frustración. Maurice no había hecho nada, sólo ser la particular persona que
era y cautivar a Marie-Angélique, como también lo había cautivado a él y a casi
todos los que le conocían.
Ciego como estaba en aquel tiempo, abandonó su trabajo en la escuela y
cortó todo contacto con Maurice. También abandonó los estudios y se entregó a
la bebida. Sin trabajo, sin dinero, pronto no tuvo para pagar la renta de la
buhardilla en la que vivía. Se había encaminado hacia su propia ruina.
No habían pasado dos semanas cuando vio aparecer a Maurice y a
Etienne en su puerta. Le impresionó la manera como el joven noble le arrebató
la botella de la mano y la estrelló contra la pared. Luego entre los dos le
obligaron a bañarse y a meterse en la cama a dormir su borrachera.
Cuando despertó, Maurice estaba sentado junto a él leyendo uno de sus
libros. Etienne había salido a comprar algo de comer. Tuvieron una larga
conversación donde se recriminaron el uno al otro. Primero Maurice le reclamó
haber tirado su vida por la borda, luego François le acusó de haberle robado a
la mujer que amaba. Su amigo casi soltó una carcajada ante esto, le aseguró que
semejante cosa nunca había ocurrido, porque Marie-Angélique sabía que él amaba
a otra persona.
¡Qué gran sorpresa fue descubrir que Maurice de Gaucourt, el otrora
misionero jesuita, su modelo de moral y virtud, su ilustrado ideal, estaba
enamorado de un hombre! Nada menos que Vassili Du Croisés, a quien François
bien conocía y apreciaba.
Todo su afecto hacia sus dos amigos desapareció. Se sintió asqueado.
Ofendió a Maurice de forma terrible y éste recibió cada insulto con una sonrisa
triste. Cuando le echó de su casa, se levantó con calma y se despidió
suplicándole que volviera a sus estudios y a su trabajo, que no dejará de
insistir con Marie-Angélique y que, si podía, algún día le permitiera volver a
ser su amigo.
François tuvo que sujetarse del pasamano de la escalera de su casa para no
caer de rodillas. El recuerdo del rostro de Maurice al despedirse fue tan
doloroso que dobló su cuerpo y sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Cómo pudo ser
tan miserable ante un amigo como aquel? Etienne se lo reprochó cada vez que
volvió a visitarlo dejándole siempre dinero para la renta, que él insistía en gastar
en licor.
—No entiendo tu actitud —le regañó un día—. Ellos no han dejado de ser
quienes eran. Además, en estos asuntos del amor, a veces no hay elección.
Terminas enamorado de quien menos te conviene y no puedes hacer nada.
—Nos engañaron Etienne, nos hicieron creer que eran respetables…
—No engañaron a nadie. Nunca disimularon lo que sentían el uno por el otro.
Y para mí siguen siendo respetables. Lo que han hecho por la gente de San
Gabriel, es más que respetable.
—¡Son unos hipócritas!
—Aquí el único hipócrita eres tú, que promulgas por todos lados que todos
los hombres son iguales y luego tratas a Maurice como si fuera la misma plaga.
Me has decepcionado.
—¡Entonces no vuelvas!
—Eso me gustaría, pero eres mi amigo y no voy a dejarte cuando estás tan
mal.
Etienne siguió visitándole e insistiendo en que volviera a la Sorbona y a
la calle San Gabriel. Mientras más se lo decía, más se empeñaba él en
autodestruirse. Lo único que puso fin a su situación que ver aparecer a
su padre ante él. El buen hombre viajó desde Arras al enterarse de su
estado.
Aquello fue un duro golpe. Al verse reflejado en la mirada paterna, llena
de dolor y cariño, la muralla que François había construido a su alrededor se
derrumbó. Recordó el hombre que había sido y juró a enmendar sus pasos. Volvió
a sus estudios y buscó un nuevo trabajo.
Como su padre le había dicho que su amigo Etienne había sido el responsable
de aquella visita, quiso agradecérselo. Fue a verle y celebró con alegría
que él y Evangeline ya tenían un hijo propio, el cual se sumaba a la veintena
de pilluelos que cuidaban. También le alegró saber que la calle San Gabriel
florecía. Lo que le amargó profundamente fue saber que su amada Marie-Angélique
se había casado con el doctor Daladier. De nuevo culpó a Maurice, le siguió
odiando y odiándose a sí mismo a la vez.
François no pudo evitar la oleada de arrepentimiento que le golpeó. Su vida
hubiera sido diferente si nunca se hubiera alejado de sus amigos. Durante años
lo único que le importó fue su trabajo como jurista, sin dejar lugar para el
amor o la camaradería. Cuando conoció a Maximilien Robespierre, durante una de
sus visitas a Arraz, quedó prendado de su pasión, de su rectitud y de sus
ideales. Aquel hombre le parecía capaz de opacar el deslumbrante recuerdo de
Maurice. En él creyó encontrar el ideal de la ilustración verdaderamente
personificado.
Cuando el glorioso año de 1789 llegó, François era diputado por el tercer
estado y uno de los seguidores incondicionales de las propuestas de
Robespierre. La Revolución se convirtió en su todo. Al menos hasta
que se instauró el Terror y la cantidad de sangre derramada lo espantó.
Justamente en ese momento volvía, a través de Joseph, el recuerdo de Maurice,
sus amigos y su amada Marie-Angélique. Aquello que hicieron en la calle
San Gabriel había sido una verdadera revolución sin Terror ni guillotina,
impulsada más que por ideas, por el corazón de Maurice. El hombre a quien él
despreció.
Pero ahora todo había cambiado. El joven François regresaba del olvido como
un aldabonazo… ¡Era tiempo de actuar! Tomó una casaca y un sombrero que no
solía usar a menudo y salió a la calle por una ventana trasera. No le convenía
que amigos o enemigos lo vieran salir o lo reconocieran en la calle.
Conocía bien la ciudad de París, por lo que llegar a la calle San
Gabriel era fácil aunque fuera de noche. Lo difícil era lo que pensaba hacer
ahí. Aunque, ¿realmente lo había pensado? No, aquello había sido un impulso, un
latido, un sentimiento. Maurice se encontraba muy lejos y no podía pedirle
perdón aunque consiguiera el valor para hacerlo. Salvar a su hermano era la
forma de resarcirse, una oportunidad surgida del infierno en que se había
convertido su amada Revolución.
También era un acto de justicia porque Joseph era un hombre intachable, tan
revolucionario como cualquier miembro del Comité, pero suficientemente sensato
para saber que el Terror debía terminar. Era tiempo de fortalecer la
Revolución desde la conciliación de todas las facciones. Los verdaderos
enemigos estaban fuera, acechando para desmembrar Francia y extirpar todo lo
que habían logrado.
Cuando entró a la calle San Gabriel notó las sombras que se movían en los
recovecos. Algunas cosas nunca cambiaban, pero obviamente si se renovaban
porque aquellos pilluelos, que insistían en reclamar para ellos la noche, no
eran los mismos de veinte años atrás.
—Soy un amigo —dijo extendiendo los brazos. Pronto sintió que ocho pequeñas
manos le revisaban por todos lados.
—Son tiempos turbulentos, ciudadano —le contestó una vocecita dándoselas de
hombre de mundo—, toda precaución es poca.
—Soy François Aumary , amigo de Etienne y Maurice.
—¿Amigo del tío Etienne y del Ángel de San Gabriel? Haberlo dicho antes.
Con gusto lo escoltaremos, ciudadano.
“El Ángel de San Gabriel”, así habían comenzado a llamar a Maurice desde
que su primo Miguel lo usó como modelo para un cuadro del Ángel Gabriel.
A pesar de las protestas de Maurice, el cuadro fue colocado en la iglesia y
todo el mundo empezó a llamarlo por aquel apodo, todos incluyendo a François.
Sonrió con amargura ante aquella memoria. Sí, realmente Maurice merecía
aquel nombre y él nunca debió dudarlo. Jamás debió condenarlo por su osadía de
amar otro hombre. Además, ese hombre era Vassili, alguien que siempre despertó
su admiración. Al menos debió reconocer que su amigo tenía buen gusto. Ante
esta idea estuvo a punto de reír, pero se contuvo debido a la gravedad del
momento.
Etienne no dio crédito a sus ojos cuando le vio. Lo hizo pasar rápidamente,
pues no era nada bueno que alguien del poderoso Comité estuviera allí. François
fue al grano, las cosas deberían hacerse rápido, si alguien llegaba a saber de
su traición, sería él quien terminara la guillotina.
—Joseph corre peligro —dijo—. El Comité quiere su cabeza. Dile que se
marche con su familia a España o Nápoles.
Sabía que los Gaucourt y los Alençon habían abandonado París apenas había
comenzado a funcionar la guillotina. Etienne le aseguró que informaría en el
acto a Joseph y François se dispuso marcharse.
—¿No quieres saber qué ha sido de Marie Angélique?
—No vine a eso, Etienne.
—Ella y el doctor se separaron poco después de que nació su segundo hijo.
Ya sabes cómo son esos dos, cada uno siguió su camino. Marie ha estado
trabajando para los Alençon durante todos estos años. Ahora se encuentra con
ellos en España, a salvo y esperando volver.
—No sabía…
—Te escribí muchas veces. Tu casero devolvió todas mis cartas diciendo que
no tenía idea de dónde estabas.
—Después que discutimos la última vez, me mudé y…
—Te comportaste como un idiota.
—Lo sé.
Lo sabía, ahora sabía lo idiota e hipócrita que había llegado a ser.
Aquella última discusión con su amigo tuvo lugar en la fonda Corinto. Cuando
éste insistió en que escribiera Maurice o fuera a verle al palacio de los
Alençon
—Maurice está sufriendo, necesita de todo nuestro apoyo.
—Tiene a Vassili…
—Ya te he dicho lo que ha pasado. No seas cruel, está destrozado.
—No me importa. Lo merece por depravado y sodomita.
Entonces Etienne hizo estrellar su enorme mano contra el rostro de
François.
—¡Eres un miserable! —le gritó—. Júzgale cuanto quieras,
pero ni tú ni yo podemos llegar a sus talones. Lo que hizo en la
calle San Gabriel es lo mismo que hace por cada persona que conoce. Ayuda
a todos sin pedir nada a cambio. Tú mismo eres testigo de eso, ¿quién crees que
ha pagado tu renta todos estos años? ¿Y quién crees que pagó el viaje de tu
padre desde Arras? Lo quieras o no, tú también has recibido la ayuda de Maurice
y deberías estar agradecido.
Ante aquella revelación, François maldijo al universo y abandonó la
fonda para sacar todas sus cosas de aquella buhardilla y perderse para siempre
de la vista de sus viejos amigos. Hasta este día en que se reunían para salvar
a Joseph.
Mas, el diputado Joseph de Gaucourt no era un hombre fácil de amedrentar.
No se marchó de Francia, ni siquiera se escondió. Se mantuvo a plena luz todo
el tiempo. Como Jesús cuando el sanedrín quería atraparlo en Jerusalén. Aquel
carpintero convertido en mesías había evitado ser capturado llegando antes del
alba al templo, donde lo rodeaban sus seguidores, y saliendo al anochecer para
refugiarse en las afueras con sus amigos.
Hasta que Judas lo traicionó, los jefes judíos no pudieron ponerle las
manos encima. ¿Cómo atrapar a un profeta cuando está rodeado de una masa de
fanáticos que lo aclama? Robespierre se encontró ante la misma situación, no se
atrevió a apresar a Joseph quien se mantenía rodeado de hombres, mujeres, y
niños que lo llamaban “Padre del Pueblo”. François no dudó que la estrategia la
había inspirado Maurice.
—Alguien nos ha traicionado— exclamó Jean-Marie Collot señalándolo—.
Estoy seguro de que ha sido este hipócrita.
Collot siempre había desconfiado de François. Le molestaba que fuera
tan rígido y serio, que no se le conocieran amantes y que jamás aceptaba una
invitación a comer. Parecía un hombre para el que sólo existía el deber. Una
copia de Robespierre en algunos aspectos. Pero también era un hombre con una
gran capacidad de persuasión cuando quería y en los últimos días había
intentado convencerlos de moderar las purgas y dejar atrás el Terror. ¿Quién
más podía haber puesto sobre aviso a Joseph Gaucourt?
Sentado ante Robespierre, Saint-Just y el irascible Collot, François no
sintió miedo. Se sabía perdido pero no temía nada. De haber estado presentes
otros miembros del Comité, como Bertrand Barère o Jean Bon Saint-André,
habría intentado convencerlos de que sus acciones reflejaban su espíritu
revolucionario. Pero ante aquellos tres hombres, no había esperanza.
De cualquier forma, estaba satisfecho con el resultado de su visita a
Etienne. El viejo Joseph había logrado mantener la cabeza en su sitio por una
semana más y le había sorprendido por su valentía. Además, se había obrado una
transformación en él gracias a sus recuerdos, se había convencido de que el
sueño que perseguía no era irrealizable. Un mundo en el que la fraternidad, la
Igualdad y la libertad reinaran entre los seres humanos, era posible.
Maurice lo había materializado, a su manera, dos décadas atrás sin derramar una
sola gota de sangre.
Sonrió ante el impertinente Collot que insistía en acusarle. Le dedicó una
mirada desafiante antes de ponerse de pie y pronunciar su sentencia de muerte.
—Efectivamente, he sido yo quien advirtió a Joseph de Gaucourt. Lo he hecho
porque es un buen hombre y el hermano de mi mejor amigo.
—¡Traidor! —escupió Collot al tiempo que lo abofeteaba—. ¡La guillotina te
borrará esa sonrisa!
—Basta —pidió Saint-Just—. La guillotina es un castigo excesivo. Aumary ha
sido uno de los nuestros desde que comenzó la Revolución…
—Envienlo a prisión —sentenció Robespierre furioso mientras volvía a
sentarse para revisar unos papeles—. Que no vuelva a saberse de él. No nos
conviene que se sepa que hay divisiones entre nosotros.
Había salvado la vida. Al menos de algo había servido seguir a Robespierre
ciegamente, no había querido matarle de una vez. Lo abandonaría en una prisión
hasta que ya ni él mismo recordara su nombre. François agradeció la cortesía.
Fue llevado a la prisión de la Conciergerie y abandonado en una habitación que
acondicionaron especialmente para él. Nadie podía verle ni hablarle,
excepto un guardia que le tenía poca simpatía. La única ventana había sido
tapiada hasta dejar apenas una minúscula rendija por la cual se colaba el sol.
Los días pasaban con una lentitud pasmosa. Se consideraba sí mismo un
muerto en vida y su única preocupación eran sus padres, quienes probablemente
nunca sabrían su paradero. Por lo demás, ya no le quedaba nada, sólo el
tiempo para lamentar sus errores.
—Si pudiera regresar sobre mis pasos… si tuviera la oportunidad de volver a
vivir esos momentos que tanto lamento…
Pero no podía. Lo hecho, hecho estaba. Las palabras de desprecio que
pronunció ante su amigo. Su estúpida retirada en lugar de luchar por la mujer
que amaba. El abandono de la utopía que le apasionaba. El alejar a todos
los que le amaban… no sabía qué lamentaba más.
Pronto su salud comenzó a decaer. Su custodio no se lo ponía fácil, sólo le
daba de comer una vez al día y olvidaba frecuentemente procurarle ropa limpia o
retirar la cubeta que servía de orinal. En el verano, su prisión fue un
hervidero de moscas y el calor llegó a hacerlo desmayar. Aún peor fue el
invierno, que lo dejó en cama con una terrible pulmonía.
Sin embargo, lo que más le hacía sufrir eran las noticias. A las pocas
semanas de haber sido encerrado, le dejaron saber que Danton había sido acusado
de malversación de fondos y sólo se había salvado de la guillotina por haberse
dado a la fuga. ¿De qué acusarían a Joseph?
Cuando la fiebre se apoderó de él, empezó a tener pesadillas en las que
veía a todas las personas que amaba en una carreta de camino a la guillotina.
Todos le miraban consternados y le preguntaban “¿Por qué François?”. Él
despertaba desesperado, mirándose las manos a las que sentía húmedas,
impregnadas de la sangre que destilaba del infernal artefacto.
Lo había entendido todo, él era tan culpable como Robespierre de las miles
de cabezas que rodaban por toda Francia. No sólo de nobles, sino de campesinos,
de hijos del pueblo, que se negaban a plegarse ante el Comité, todos terminaban
reducidos al silencio.
¿Por qué no detuvo a Robespierre? ¿Por qué pensó que aquello era un precio
justo por cambiar el mundo? El mundo no había cambiado, el Comité era el nuevo
rey que oprimía a su antojo y castigaba hasta la crítica. Un Comité que no
salvaba a nadie. François deseó con todas sus fuerzas salir de su prisión y
luchar, luchar para que la Revolución no perdiera su camino. Pero ya no le
quedaba otra cosa que esperar la muerte.
Por suerte, el guardia que le cuidaba fue sustituido por otro que no sabía
nada de él, excepto que no estaba destinado a la guillotina. Era un joven que
sintió compasión por el despojo humano que había sido olvidado en aquella
celda, así que en lugar de dejarle la comida sobre la mesa comenzó a dársela
pacientemente en la boca. Esto le salvó, pues llevaba tiempo padeciendo
un hambre atroz porque no tenía fuerzas para sostener la cuchara.
El joven soldado le habló de la captura y ejecución de Danton, y de cómo
las protestas contra Robespierre y el Comité se multiplicaban. François deseaba
preguntar muchas cosas, pero no sabía hasta dónde podía fiarse de aquel
muchacho.
Un día escuchó un gran revuelo. Luego ya no volvió a ver al joven
soldado. Nadie pasó por su celda en todo el día siguiente. Temió que lo
hubieran olvidado y que estuviera condenado a morir de hambre. Intentó
levantarse y terminó estrellándose contra el suelo. Había llegado su hora,
pensó. Su cuerpo ya no soportaba más la carga. Era tiempo de resignarse a la
más insignificante de las muertes. Había desperdiciado su vida, la Revolución
se había convertido en una pesadilla, había perdido a la mujer que amaba y
había despreciado al único hombre al que había merecido la pena seguir. Ni
siquiera sabía si había logrado salvar a Joseph.
—Si tuviera otra oportunidad…—gimió aferrándose a la vida. La
insignificancia no era lo suyo. Él había aspirado a cambiarlo todo, él era un
revolucionario. No podía terminar en aquella prisión ahogándose en sus propias
heces.
Volvió a intentar levantarse. Lo consiguió. Dio dos pasos y se desplomó al
suelo. Pero había logrado avanzar, ahora estaba cerca de la puerta. Podía
arrastrarse hasta alcanzarla con su mano. Comenzó a golpearla con las escasas
fuerzas que le quedaban y no se detuvo hasta que perdió el conocimiento unas
horas después.
Despertó al día siguiente, al borde de la muerte, cuando la puerta se abrió
y un grupo de personas entró a buscarle. Sintió que lo levantaban, escuchó que
le llamaban y al abrir sus ojos distinguió a un joven con el cabello rojo y los
ojos verdes quien, junto a Etienne y Joseph, le sonreía aliviado.
—Maurice… perdóname… —susurró.
—Todo está bien François —le dijo Etienne—. Robespierre ha caído, ahora
eres libre. No sabes lo mucho que te hemos buscado, te creíamos muerto.
—Maurice, viniste a salvarme… —volvió a decir extendiendo su brazo para
tocar aquel rostro por el que los años no parecían haber
pasado.
—No soy Maurice, Monsieur. Él es mi tío —El joven estrechó su mano.
—Mi buen amigo, es hora de devolverle el favor que me hizo —escuchó decir a
Joseph antes de abandonarse en los brazos de Etienne y dormir tranquilo por
primera vez en mucho tiempo.
Tardó varios días en recuperar por completo el conocimiento. Cuando al fin
abrió los ojos estaba en el hospital de la calle San Gabriel y la persona que
lo atendía no era otra que Marie-Angélique. No importaba cuántos años pasaran,
ella seguía siendo la mujer más hermosa a sus ojos. Se sintió feliz al
principio, luego temió que fuera una ilusión.
—¿Estoy soñando…?
—No mi querido amigo — le susurró ella sonriente, sentándose a su
lado para tomarle de la mano—. Al fin has despertado.
Fin
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